domingo, 16 de marzo de 2008

Alguien que me cuide

Este cuento es un poco largo, pero os aconsejo que lo leáis porque realmente vale la pena...

Los pasajeros del autobús, la observaron compasivamente cuando la atractiva joven del bastón blanco subió con cuidado los escalones. Le pagó al conductor y, usando las manos para percibir la ubicación de los asientos, caminó por el pasillo y encontró el asiento que, según él le había dicho, estaba vacío. Luego se acomodó, colocó su maletín sobre las rodillas y apoyó el bastón contra su pierna.

Hacía un año que Susan, de treinta y cuatro años, se había quedado ciega. Debido a un diagnóstico equivocado, había perdido la vista, y de repente se había sentido arrojada a un mundo de oscuridad, rabia, frustración y autoconmiseración. Dado que antes había sido una mujer orgullosamente independiente, ahora Susan se sentía condenada, por esta terrible vuelta del destino, a ser una carga impotente y desvalida para todos los que la rodeaban. “¿Cómo pudo pasarme esto?”, se quejaba, con el corazón lleno de rabia. Pero a pesar de cuanto llorase o despotricase o rezara, ella sabía cuál era la dolorosa verdad: Nunca más volvería a ver.
Una nube de depresión se cernía sobre el espíritu de Susan, antes tan optimista. El solo hecho de vivir cada día era un ejercicio de frustración y cansancio. Y sólo podía aferrarse a su esposo, Mark.

Mark era un oficial de la Fuerza Aérea, y amaba a Susan con todo su corazón. Al perder ella la vista, notó cómo se hundía en la desesperación y decidió ayudarla a reunir las fuerzas y la confianza necesarias para volver a ser independiente. La experiencia militar de Mark, lo había entrenado muy bien para manejar situaciones delicadas, pero él sabía que aquella era la batalla más difícil que iba a enfrentar.

Finalmente, Susan se sintió preparada para volver a su trabajo, ¿pero como llegaría hasta allí? Acostumbrada a tomar el autobús, pero ahora estaba demasiado asustada como para ir por la ciudad por sí sola. Mark se ofreció a llevarla en coche todos los días, aún cuando trabajaban en extremos opuestos de la ciudad. Al principio, esto reconfortó a Susan y cubrió la necesidad de Mark de proteger a su esposa ciega, que se sentía tan insegura para realizar la acción más insignificante. Sin embargo, Mark pronto se dio cuenta de que ese arreglo no funcionaba... Era problemático y costoso. “Susan tendrá que empezar a tomar el autobús de nuevo”, admitió ante sí mismo. Pero sólo pensar en mencionárselo lo hacía estremecer. Ella todavía estaba tan frágil, tan llena de rabia… ¿Cómo reaccionaría?

Tal cómo Mark había previsto, Susan se horrorizó ante la idea de volver a tomar el autobús. -¡Estoy ciega!- explicó con amargura -. ¿Cómo se supone que voy a saber adónde me dirijo? Siento que me estás abandonando.

A Mark se le rompió el corazón al oír esas palabras, pero él sabía lo que debía hacerse. Le prometió a Susan que, por la mañana y por la noche la acompañaría en el autobús todo el tiempo que fuera necesario hasta que ella se sintiera segura.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Durante dos semanas enteras, Mark con uniforme militar y todo, acompañó a Susan en el viaje de ida y vuelta al trabajo. Le enseñó cómo apoyarse en sus otros sentidos, en especial el oído, para determinar dónde se encontraba y cómo adaptarse a su nuevo entorno.

La ayudó a trabar amistad con los conductores, quienes se ocuparían de ella y le guardarían un asiento. La hizo reír, incluso en aquellos días no tan buenos en que tropezaba al bajar del autobús, o tiraba su maletín lleno de papeles en el pasillo.

Todas las mañanas hacían el recorrido juntos y Mark tomaba un taxi para volver a su oficina.Aunque esta rutina resultaba más cara y cansada que la anterior. Mark sabía que sólo era cuestión de esperar un tiempo más antes que Susan estuviera capacitada para viajar en autobús por su cuenta. Creía en ella, en la Susan que él había conocido antes de que perdiera la vista, la que no le temía a ningún desafío y jamás se rendía.

Por fin, Susan decidió que estaba lista para hacer el intento de viajar sola. Llegó la mañana del lunes y, antes de irse, ella abrazó a Mark, su compañero de viajes en autobús, su esposo, y su mejor amigo. Tenía los ojos llenos de lágrimas de gratitud por su lealtad, su paciencia, su amor. Se despidieron y, por primera vez, cada uno tomó un camino distinto.

Lunes, martes, miércoles, jueves... todos los días le fue muy bien, y Susan jamás se sintió mejor. ¡Lo estaba haciendo! Estaba yendo a trabajar por su cuenta.

El viernes por la mañana, Susan tomó el autobús como de costumbre. Al pagar el boleto, el conductor le dijo: - Caramba, de veras la envidio. Susan, no supo si le estaba hablando a ella o no. Después de todo, ¿quien iba a envidiar a una ciega que había encontrado el coraje de vivir durante el año anterior? Intrigada preguntó al conductor: - ¿Por qué dice que me envidia? - El conductor respondió: - ¿Sabe? Todas las mañanas durante la semana pasada, un caballero de muy buen aspecto, con uniforme militar, ha estado parado en la esquina de enfrente, observándola mientras usted baja del autobús. Se asegura que cruce bien la calle y la vigila hasta que entra en su edificio de oficinas. Luego le tira un beso, le hace un pequeño gesto de saludo y se va. Usted es una mujer afortunada.

Lágrimas de felicidad rodaron por las mejillas de Susan. Porque aunque ella no podía verlo físicamente siempre había sentido la presencia de Mark. Era afortunada, muy afortunada, pues él le había hecho un regalo más poderoso que la vista, un regalo que ella no necesitaba ver para creer en su existencia... El regalo del amor que puede llevar la luz donde ha habido oscuridad.

Los pasajeros del autobús, la observaron compasivamente cuando la atractiva joven del bastón blanco subió con cuidado los escalones. Le pagó al conductor y, usando las manos para percibir la ubicación de los asientos, caminó por el pasillo y encontró el asiento que, según él le había dicho, estaba vacío. Luego se acomodó, colocó su maletín sobre las rodillas y apoyó el bastón contra su pierna.

Hacía un año que Susan, de treinta y cuatro años, se había quedado ciega. Debido a un diagnóstico equivocado, había perdido la vista, y de repente se había sentido arrojada a un mundo de oscuridad, rabia, frustración y autoconmiseración. Dado que antes había sido una mujer orgullosamente independiente, ahora Susan se sentía condenada, por esta terrible vuelta del destino, a ser una carga impotente y desvalida para todos los que la rodeaban. “¿Cómo pudo pasarme esto?”, se quejaba, con el corazón lleno de rabia. Pero a pesar de cuanto llorase o despotricase o rezara, ella sabía cuál era la dolorosa verdad: Nunca más volvería a ver.
Una nube de depresión se cernía sobre el espíritu de Susan, antes tan optimista. El solo hecho de vivir cada día era un ejercicio de frustración y cansancio. Y sólo podía aferrarse a su esposo, Mark.


Mark era un oficial de la Fuerza Aérea, y amaba a Susan con todo su corazón. Al perder ella la vista, notó cómo se hundía en la desesperación y decidió ayudarla a reunir las fuerzas y la confianza necesarias para volver a ser independiente. La experiencia militar de Mark, lo había entrenado muy bien para manejar situaciones delicadas, pero él sabía que aquella era la batalla más difícil que iba a enfrentar.

Finalmente, Susan se sintió preparada para volver a su trabajo, ¿pero como llegaría hasta allí? Acostumbrada a tomar el autobús, pero ahora estaba demasiado asustada como para ir por la ciudad por sí sola. Mark se ofreció a llevarla en coche todos los días, aún cuando trabajaban en extremos opuestos de la ciudad. Al principio, esto reconfortó a Susan y cubrió la necesidad de Mark de proteger a su esposa ciega, que se sentía tan insegura para realizar la acción más insignificante. Sin embargo, Mark pronto se dio cuenta de que ese arreglo no funcionaba... Era problemático y costoso. “Susan tendrá que empezar a tomar el autobús de nuevo”, admitió ante sí mismo. Pero sólo pensar en mencionárselo lo hacía estremecer. Ella todavía estaba tan frágil, tan llena de rabia… ¿Cómo reaccionaría?

Tal cómo Mark había previsto, Susan se horrorizó ante la idea de volver a tomar el autobús. -¡Estoy ciega!- explicó con amargura -. ¿Cómo se supone que voy a saber adónde me dirijo? Siento que me estás abandonando.

A Mark se le rompió el corazón al oír esas palabras, pero él sabía lo que debía hacerse. Le prometió a Susan que, por la mañana y por la noche la acompañaría en el autobús todo el tiempo que fuera necesario hasta que ella se sintiera segura.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Durante dos semanas enteras, Mark con uniforme militar y todo, acompañó a Susan en el viaje de ida y vuelta al trabajo. Le enseñó cómo apoyarse en sus otros sentidos, en especial el oído, para determinar dónde se encontraba y cómo adaptarse a su nuevo entorno.

La ayudó a trabar amistad con los conductores, quienes se ocuparían de ella y le guardarían un asiento. La hizo reír, incluso en aquellos días no tan buenos en que tropezaba al bajar del autobús, o tiraba su maletín lleno de papeles en el pasillo.

Todas las mañanas hacían el recorrido juntos y Mark tomaba un taxi para volver a su oficina.
Aunque esta rutina resultaba más cara y cansada que la anterior. Mark sabía que sólo era cuestión de esperar un tiempo más antes que Susan estuviera capacitada para viajar en autobús por su cuenta.

Creía en ella, en la Susan que él había conocido antes de que perdiera la vista, la que no le temía a ningún desafío y jamás se rendía.

Por fin, Susan decidió que estaba lista para hacer el intento de viajar sola. Llegó la mañana del lunes y, antes de irse, ella abrazó a Mark, su compañero de viajes en autobús, su esposo, y su mejor amigo.

Tenía los ojos llenos de lágrimas de gratitud por su lealtad, su paciencia, su amor. Se despidieron y, por primera vez, cada uno tomó un camino distinto.

Lunes, martes, miércoles, jueves... todos los días le fue muy bien, y Susan jamás se sintió mejor. ¡Lo estaba haciendo! Estaba yendo a trabajar por su cuenta.

El viernes por la mañana, Susan tomó el autobús como de costumbre. Al pagar el boleto, el conductor le dijo: - Caramba, de veras la envidio. Susan, no supo si le estaba hablando a ella o no. Después de todo, ¿quien iba a envidiar a una ciega que había encontrado el coraje de vivir durante el año anterior? Intrigada preguntó al conductor: - ¿Por qué dice que me envidia? - El conductor respondió: - ¿Sabe? Todas las mañanas durante la semana pasada, un caballero de muy buen aspecto, con uniforme militar, ha estado parado en la esquina de enfrente, observándola mientras usted baja del autobús. Se asegura que cruce bien la calle y la vigila hasta que entra en su edificio de oficinas. Luego le tira un beso, le hace un pequeño gesto de saludo y se va. Usted es una mujer afortunada.

Lágrimas de felicidad rodaron por las mejillas de Susan. Porque aunque ella no podía verlo físicamente siempre había sentido la presencia de Mark. Era afortunada, muy afortunada, pues él le había hecho un regalo más poderoso que la vista, un regalo que ella no necesitaba ver para creer en su existencia... El regalo del amor que puede llevar la luz donde ha habido oscuridad.

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